Propiciadores del vuelo. Teatro de manufacturas humanas. Hijos bastardos de la posmodernidad buscándose en el nuevo paradigma del mundo.
Mejor la obscuridad
Mejor la obscuridad

Mejor la obscuridad

BECKETT: LA DIFICULTAD

por Fernando de Ita

Me gustaría hablar de las dificultades que hay para poner en escena el teatro de Samuel Beckett, porque en nuestro medio casi nadie se pone a pensar en voz alta sobre lo distintas que son las cosas cuando se pasan del papel al escenario.

Este proceso que podríamos llamar de carnalización de las ideas comienza en la mente del escritor, porque no es lo mismo imaginar una novela que inventar una obra de teatro. Ahí están las novelas y las obras dramáticas de Beckett para demostrarlo. El viejo Sam invirtió diez años de su vida, entre 1930 y 1940, para arribar a su primer relato de consideración, y se tardó únicamente treinta días en terminar Esperando a Godot.

El escritor nacido el 13 de abril de 1906 en un suburbio de Dublín, conocido como la roca del zorro, se quemó las pestañas y empeñó el alma para escribir una serie de cuentos largos o novelas cortas que, en correspondencia con su título, sólo le trajeron más piquetes en el ego que patadas en el trasero. La publicación de Murphy en la edición inglesa de 1938 y la francesa de 1947 pasó de noche por todo el continente europeo, al igual que su primera obra de teatro, escrita según su autor simplemente para descansar de su verdadero compromiso como artista, centrado en aquel momento en la redacción de Molly  y Mallone, escritas entre 1946 y 1950.

Eleutheria es un drama de corte expresionista que resiente la influencia de James Joyce de una forma descarada, lo mismo en la elección del tema que en el planteamiento, desarrollo y desenlace del conflicto existencial de su protagonista, un artista adolescente, incomprendido por su familia, que termina al tercer y último acto de la obra tumbado en su cama, de espaldas al mundo entero. Sin embargo, esta desolación que Beckett llevaría más adelante a sus últimas consecuencias, aquí resulta un gesto literario, porque este ejercicio de relajamiento intelectual es enteramente subsidiario de la vena narrativa del autor. En pocas palabras, no es aún una obra de teatro.

Lo que Beckett consiguió con Esperando a Godot fue una visión crucial de la existencia, expresada con la materia más corrosible del universo, como es el cuerpo, la sangre y la materia gris del ser humano. En la literatura el escritor nos puede sumir en la peor de las pesadillas mentalmente; nos puede describir la figura más patética que nadie haya imaginado y, por más que su descripción sea espeluznantemente exacta, no deja de ser una abstracción, una idea del horror.

En el teatro el hombre es lo que es; un cuerpo desnudo disfrazado de rey, de verdugo, de burgués, de revolucionario. En el teatro ilusionista -que surgió en las cortes europeas del siglo XVI y se sigue dando en teatros como el Insurgentes, Silvia Pinal y Manolo Fábregas – la ilusión del disfraz es primordial para entretener al público, porque se trata de un engaño, de una apariencia, de un fingimiento. Los personajes de Beckett entran al escenario igualmente disfrazados, pero en el sentido contrario al de la ilusión: su sola presencia es descorazonadora; son hombres y mujeres de music-hall del más bajo estrato que uno pueda concebir. A juzgar por el aspecto de sus criaturas, este denso hombre de letras encontró en el teatro la manera de parodiar física, carnalmente, los altos valores del género humano.

En este sentido, quiere el lugar común de la crítica que el teatro del absurdo sea visto como un rompimiento radical con la forma y el contenido del arte dramático de todos los siglos, aunque un estudio más detenido de su estructura nos muestra que autores como lonesco, Vauthier, Adamov, Genet y Beckett renunciaron, en efecto, al ilusionismo del teatro burgués sólo para volver a la esencia del teatro, al sentido primordial de la representación.

El impacto mundial de dos obras bufonescas como La cantante calva y Esperando a Godot no es gratuito. De un modo revulsivo, las primeras composiciones dramáticas de lonesco y Beckett ponen al día el asunto clásico sobre el devenir del hombre. A su manera, que es la de un tiempo descuartizado por dos guerras mundiales, estos autores se preguntan con Sófocles, Shakespeare, Calderón, Racine: ¿quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy?

Claro que en el teatro de Beckett la misma pregunta es ridícula, y no hay respuesta. Sobre todo eso: no hay nadie que responda en ninguna parte. Lo trágico en Beckett es que no hay cielo ni infierno, ni siquiera a la manera de Jean Paul Sartre, para quien la salvación y el castigo del hombre se hallan entre los otros seres humanos. Para Beckett, el mundo es un lugar desolado, un cuarto oscuro, un desierto. En consecuencia, sus habitantes son criaturas deformes, lisiadas, ridiculamente humanas.

En otra ocasión hice un recuento de los defectos físicos de la fauna beckettiana, y salió un cuadro deforme y patético que al recordarlo me lleva de nueva cuenta a la dificultad de poner en escena el teatro de Samuel Beckett, un autor, por lo demás, prácticamente inédito en México. Todos sabemos que Salvador Novo estrenó Esperando a Godot, apenas dos años después de aquel mítico cinco de enero de 1953, que es la fecha en que se presentó en el Teatro Babilonia de Paris. Luego tuvieron que pasar más de veinte años para que Manuel Montoro se aventurara a finales de los setenta a montar ¡Ah, los días felices!

Hoy José Enrique Gorlero y Martín Acosta abrirán a la vista del público un montaje realizado con varias obras cortas de Beckett, entre las que destaca Comedia, escrita en inglés (hay que recordar que tiene piezas escritas en francés), y estrenada en Alemania hacia 1963. Ha sido en uno de estos ensayos donde he vuelto a pensar en lo difícil que es encarnar una idea tan desnuda y lapidaria sobre el ser humano.

Por un lado, Beckett condena a sus personajes a la inmovilidad, y cuando los hace caminar sobre el foro es fundamentalmente para mostrar sus defectos. Sus criaturas están en escena en silencio o hablando hasta por los codos; su retórica es brutalmente concisa o verborreica; sus acciones son banales y sin sentido; prácticamente no hay trama, ni desarrollo, ni nudo dramático. Lo peor de todo, para quien se atreve a montar en el teatro esta descarnada y estricta visión del mundo, es que con estos elementos tan desprovistos de gracia, tan faltos de agarraderas, el autor crea un reflejo de la realidad tan contundente como un puñetazo en la jeta.

Desde sus inicios como dramaturgo se ha corrido la voz de que Beckett es un autor abstracto, elíptico, oscuro, cerebral; y lo es, en efecto, aunque de una manera muy concreta, clara, iluminadora y sensitiva. El problema para el actor que representa esta paradoja es huir de la confusión para establecer con nitidez el propósito de Beckett sobre el escenario. De lo que se trata, a final de cuentas, es de encarnar con extremo rigor la tragicómica condición del hombre. Para hacer esto, el dramaturgo irlandés prescindió cada vez más de la escenografía, el vestuario, la iluminación, el atrezzo y demás recursos del teatro moderno. Su teatro es, entonces, como un hombre en pelotas: una criatura atrozmente ridícula sin otra dignidad que la de su muerte.

El escritor Israel Horovitz, uno de los pocos amigos de Beckett en los últimos veinte años de su vida, escribió al respecto: «cerca de él, la calidad de la vida era odiosa y la calidad de la muerte una alternativa poco satisfactoria». He ahí la tensión dramática y existencial de su teatro. Para Beckett la aventura del hombre es una soberana estupidez; sin embargo, ninguno de sus personajes toma el camino del suicidio, la guerra, el crimen.

Estas alternativas dan vueltas en la cabeza de sus criaturas, aunque la suya, más que una obsesión por la muerte, es una larga, jocosa, inefable resistencia en contra de su inevitable destrucción. Ciertamente Beckett ha presentado a sus congéneres como una pandilla de clochards, de lisiados, de sobrevivientes. Por lo mismo, resulta significativo que estas piltrafas de hombres y mujeres no se precipiten de un golpe en el vacío, que a todas luces es lo mejor que les puede suceder.

Los personajes de Beckett van perdiendo, obra tras obra, el gusto por la palabra, por la compañía, por el paisaje, por la interrogación, por la espera, de modo que terminan sumidos en la soledad y el silencio. Ningún otro artista del siglo XX ha sido tan consecuente con su vida y con su obra como este tozudo irlandés que esperó a la muerte en el cuarto más desvencijado de un miserable asilo de ancianos.

Su amigo Horovitz se fue de espaldas al verlo como otro de sus patéticos personajes, con la ropa raída y la mente a oscuras por la que cruzaban rayos de lucidez. Eso fue el mundo para él; un asilo de infelices criaturas que han visto pasar los mejores momentos de su vida, si los hubo, como una ráfaga de viento. El resto es tan sólo el hedor a carroña que vamos soltando los vivos en nuestro camino hacia la muerte. La de Beckett nos puede parecer una visión demasiado pesimista de la existencia, aunque nadie puede decir que sea una visión falsa de la vida. Por el contrario, es demasiado veraz como para no pensar que se trata únicamente de una absurda obra de teatro.

La desolación que Beckett ha llevado hasta sus últimas consecuencias aquí adquiere toda su potencia. Es extraño, no recuerdo el resto de la obra, sólo me ha quedado la sensación de esa tremenda desolación que me ha dejado como paralizada. Nada de lágrimas, nada de suspiros.

MALKAH RABELL + EL DÍA + 1990

Sin embargo, entre estos cuerpos inhumados y esos textos disolventes se les inserta una angustia metafísica que se transforma en exasperación, provocando una tensión agónica de base que permite que el juego teatral constantemente puntualizado adquiera una temperatura que queda incorporada hábilmente a la lectura del espectador.

BRUNO BERT + TIEMPO LIBRE + 1990

Ambas partes mantienen un mismo estilo de significaciones y propuestas teatrales que nos llevan a relfexionar sobre ciertas diferencias de expresión, mientras en la primera el lenguaje no es un elemento primordial, puesto que hay poco diálogo, en la segunda el lenguaje es el sostén, medio y materia de la proyección dramática, verbalizada al infinito, con ritmos y variaciones suficientes como para vacunar a cualquiera de las relaciones triangulares.

REYNA BARRERA + UNO MÁS UNO + 1990

Mejor la obscuridad es un montaje aventurado como la misma obra de Beckett. Hay una búsqueda constante también en la actuación. Los personajes que vemos deambular en el espacio son producto de un proceso exahustivo por el cual los actores tuvieron que pasar para encarnar algo que se siente y no se ve.

ELIZABETH ESPÍRITU + CORREO ESCÉNICO + 1990

Mejor la obscuridad es una obra que juega con las reglas, y nos presenta, con y sin ortodoxias, una visión peculiar del universo becketiano.

LUIS MARIO MONCADA + IMPACTO + 1990

Gorlero desata su imaginación y la de sus actores para atormentar a intérpretes y público. No tiene piedad de nada ni de nadie. Sacude conciencias y sensibilidades con trazos director; cortes finos, como el mejor carnicero.

EMMANUEL HARO VILLA + NOVEDADES + 1990

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